viernes, 11 de febrero de 2011

Esperame

El amor. Ese que se resiste a las distancias, ese que se duele con la imagen ausente, con las marcas que quedan donde el cuerpo estuvo, donde dejó su huella. El amor, que raspa dentro y se remuerde con los imposibles.

A ella, la veo aquí, entre consignas, mordiendo la rabia y la impotencia, levantando altiva la cabeza orgullosa y fiel, que se mantiene erguida, sobre todo, porque él así lo quiere. Él allá, así lo imagino, entre barrotes, mirando las estrellas, recorriendo el patio una y otra vez como un zombi, pensando en ella, a veces con dulzura, a veces con nostalgia, otras con la desesperación de saberla lejana. La dibuja en la celda, en el pozuelo de la comida, en el colchón donde aparenta reposar. Y “Te extraño”, es más que una frase hecha, cuando no pueden escucharla los oídos amados.
Ella, aquí, recibe otra vez el papelito odioso, ese que dice “Denegada”, o algo así, y se sienta en la cama, en esa misma cama donde se amaron tantas veces, en la misma cama donde llora abrazada a la almohada, cuando cesan los gritos y las canciones, y queda solo el hombre, ese que se extraña con el corazón y el cuerpo, con cada centímetro de piel, hasta con las cutículas. Sin embargo, se levanta otra vez, y se sonríe. Lo siente, son sus manos, las de él, que atraviesan muros, aeropuertos y mares, y llegan a sus manos, la tocas, la acarician, y le dicen bajito, al oído: “No te quedes inmóvil al borde del camino” que en su idioma silencioso significa “Espérame”. Adriana se levanta, se peina, se sonríe. Hoy es bella para él. Allá, muy lejos, Gerardo se levanta, se estira, sonríe. Quizás alguien le pregunte “Y tú, ¿con qué soñaste?” De seguro responde: “Soñé con la mujer más hermosa del mundo”

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